Era el primer día de primero de Bachillerato. Seguramente (o no), el tiempo aún benigno de aquel septiembre hacía que mi pantalón corto no desentonase demasiado con los grados que marcaba el mercurio en el termómetro; de todos modos, en clase íbamos bien abrigados tapados con la bata y caldeados con la temperatura ambiente que debía producirse con el concurso de más de 100 personas...
El Martínez --se ve que procedía siempre de este modo con los novatos que se estrenaban en un arduo camino que iba a durar cuatro años-- fue a buscar a una chica de cuarto de Bachiller (a primer golpe de vista, a mí me recordaba a mi hermana mayor). La puso delante nuestro (ella no parecía impresionada por estar allí enfrente de tanta representación de pubertad, ni tampoco por estar en presencia de aquel profesor tan alto que imponía) y le dijo:
"Tú, que ya acabas, dales un consejo a éstos que empiezan".
Se diría que no era la primera vez que el Martínez se llevaba a aquella chica de bolos; más adelante, nuestra experiencia en la Academia nos iba a demostrar que había personas elegidas a las que se les dispensaba un trato un tanto especial, claro está: siempre y cuando se atuviesen a las normas tácitas y prescritas. En consonancia, ella no presentaba el más mínimo asomo de estar nerviosa ni insegura. Por eso apenas vaciló un instante ante la petición del profe y enseguida dio respuesta a su demanda y, dirigiéndose a nosotros, nos espetó:
"No dejes para mañana, lo que puedes hacer hoy".
¡Cuántas veces, haciendo los deberes, vencía la pereza invocando aquella frase como si fuera una oración!
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Aquella chica que nos aconsejó se llamaba Sanuí, no recuerdo el nombre porque entonces no se estilaba, pero era la chica más lista del cuarto de entonces.
Oh, Montse,
Es cierto, mente de memoria prodigiosa