Que el señor Vilalta me perdone, pero esa frase se ha quedado grabada en mi cabeza como un tornillo rosca-chapa del 5.
Todavía recuerdo su figura: mayor, vestido para la fiesta de la educación y con sus inconfundibles gafas "culo de botella" que evidenciaban sus galopantes cataratas.
No se por qué mi memoria lo sitúa en una silla baja que le obligaba a tener las rodillas más altas que la comodidad para un hombre mayor exigía; con aquel aire de Director que presumía, te acercaba de tal modo que tu gesto era una mezcla de temor y ganas de huir de su cerco.
Cogiéndote del antebrazo, y sin que la presión no fuera ni mucho ni poco ni todo lo contrario, te solicitaba la respuesta a una pregunta que quizás te situaba muy lejos del acierto, todo ello por no tener la más mínima idea. Ese, y solo ese, era el tiempo que él necesitaba para esgrimir su decimonónica frase que hoy se me antoja acorde con el tiempo en el que Dios estaba presente en todas las paredes en forma de Hijo crucificado.
Una sonatina que enfatizaba la primera A y que continuaba a modo de exabrupto, mano en alto anunciando un soberano cachete que nunca caía, con la sentencia divina del Ser que nos vigilaba solo para castigarnos.
A todo ello debo incluir que, esta, no tenía nada que ver con otras frases célebres que en este apartado se debatirán ya que, en el fondo, aquel viejecito aclamando a su todo poderoso, no era más que la entrañable figura de alguien que dedicaba su tiempo a pasear entre niños.
Todavía recuerdo su figura: mayor, vestido para la fiesta de la educación y con sus inconfundibles gafas "culo de botella" que evidenciaban sus galopantes cataratas.
No se por qué mi memoria lo sitúa en una silla baja que le obligaba a tener las rodillas más altas que la comodidad para un hombre mayor exigía; con aquel aire de Director que presumía, te acercaba de tal modo que tu gesto era una mezcla de temor y ganas de huir de su cerco.
Cogiéndote del antebrazo, y sin que la presión no fuera ni mucho ni poco ni todo lo contrario, te solicitaba la respuesta a una pregunta que quizás te situaba muy lejos del acierto, todo ello por no tener la más mínima idea. Ese, y solo ese, era el tiempo que él necesitaba para esgrimir su decimonónica frase que hoy se me antoja acorde con el tiempo en el que Dios estaba presente en todas las paredes en forma de Hijo crucificado.
Una sonatina que enfatizaba la primera A y que continuaba a modo de exabrupto, mano en alto anunciando un soberano cachete que nunca caía, con la sentencia divina del Ser que nos vigilaba solo para castigarnos.
A todo ello debo incluir que, esta, no tenía nada que ver con otras frases célebres que en este apartado se debatirán ya que, en el fondo, aquel viejecito aclamando a su todo poderoso, no era más que la entrañable figura de alguien que dedicaba su tiempo a pasear entre niños.
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Ciertamemte, el Laureà, a mis ojos infantiles, era una rara avis en aquel bárbaro contexto, no acababa de encajar, estaba allí como de prestado... No acabo de ver por qué lo veía algo más civilizado que el resto de la caterva. Era un viejecito de rancio atavío, vestido con el sempiterno traje listado de rayas, envuelto en un aire amarillo, que llegaba de un pasado más remoto y desconocido para mí por aquel entonces...
Que de acuerdo estoy con Enric.
Lo único bueno que había en aquella época era cuando llegaba San José y esperábamos con impaciencia cuando la señora Vilalta nos endulzaba la tarde con aquellos maravillosos caramelos que nos dejaban toda la boca tintada de rosa.